Relatos y relatejos
Espera
Intentó ponerse cómodo cambiando varias veces de posición, pero por más
que lo intentaba, no era en verdad la banca lo que le incomodaba, si no era
otra cosa lo que lo molestaba. Se entonces sacó el sombrero, y en un gesto
nervioso empezó a darle vueltas en sus manos. Esperó de esa manera, sin
prestar mucha atención a lo que realizaba, otro momento.
Impaciente, estrujó el sombrero entre sus manos, crispadas, y al darse cuenta
lo que había hecho intentó remendarlo, después de lo cual dejó el sombrero en
su regazo y miró por enésima vez el reloj.
Abrió entonces el paraguas, y lo volvió a cerrar. Buscó entonces, expectante,
en medio de la multitud a quien esperaba, sin divisar a nadie conocido en
medio de la gris multitud. Hastiado, se dedicó a comprobar el funcionamiento
del paraguas, pero pronto se cansó de ello y lo dejó de nuevo junto a sí.
Empezó entonces a tamborilear con sus dedos sobre el sombrero, mientras
observaba, buscando por la plaza, pero sin resultado.
Ante esta búsqueda infructuosa, se volvió a mover incómodo en el banco de la
plaza. Intentó silbar una conocida melodía, pero se había olvidado la mayor
parte de ella, por lo que silbaba únicamente el estribillo.
Esperó otro rato más, mirando sin especial interés un ramo de rosas que
consigo traía, hasta que, finalmente, se caló con fuerza el sombrero y cogió su
paraguas con un brusco movimiento y dejó el ramo de rosas abandonado
en el banco. Se empezó a alejar entonces a pasos cortos, sin ninguna energía
ni vigor, cuando después de unos pasos oyó que una voz de mujer lo llamaba
por su nombre. El hombre se detuvo un momento, dudando por unos breves
instantes, pero finalmente hizo el primer gesto enérgico de aquel día:
reemprendió la marcha, pero ahora con pasos vigorosos, rápidos y largos, sin
voltear ni una vez en dirección al banco, y sin que la duda lo hiciera dar
marcha atrás.
Desde el banco, una mujer lo observaba, confundida, perderse en medio de la
gris multitud, en medio de aquel gris día de otoño, mientras apretaba en sus
manos el ramo de rosas que el hombre había dejado.
Trincheras
Después de siete días de infierno, repentinamente se hizo la paz: un silencio
expectante se extendió por todo el frente. La artillería callaba finalmente.
Tal evento sólo una cosa podía significar, y los hombres hacinados en los
oscuros y lúgubres refugios subterráneos se miraron entre sí, con una
expresión de terror en sus rostros. Aquel silencio significaba que el enemigo
lanzaría su ofensiva.
Rápidamente los suboficiales ladraron las órdenes, mandando a sus hombres,
que no habían podido comer desde hacía días porque la acción había evitado
que llegaran las provisiones, a ocupar sus puestos de batalla en las trincheras
casi inexistentes, destruidas por la acción de la artillería.
Se situaron en posición de tiro, mientras intentaban desesperadamente
mejorar sus maltrechas posiciones con bayonetas y palas, con las que cavaban
frenéticamente, mientras los ametralladores, guiados por los oficiales sacaban
lo más rápidamente posible las pesadas ametralladoras Maxim con su trípode
de los refugios, donde habían sido escondidas al iniciarse el tenaz bombardeo.
Se repartieron las pocas municiones adicionales existentes y, más de uno, rezó
un Padre Nuestro. El ataque ya se había demorado demasiado desde el cese
del fuego de los cañones, comentaron entre sí. “Deben haber tenido alguna
descoordinación. Pobrecillos”, respondió uno, con sorna.
Entonces se escuchó la señal de ataque. Los oficiales franceses tocaban sus
silbatos, mientras que trepaban por las escaleras dispuestas en las trincheras
para el ataque. Un torrente interminable de infantes franceses, que se lanzaba
en vertiginosa carrera intentando atravesar la tierra de nadie.
Los morteros y cañones alemanes rápidamente abrieron fuego sobre el
enemigo que había ya rebasado sus posiciones y avanzaba por la tierra de
nadie, pero los tubos de los cañones estaban desgastados por la larga guerra y
la parálisis de la industria alemana por el bloqueo de
que los “schnarpel” quedaron cortos, cayendo incluso en las propias trincheras
alemanas, por lo que se pidió el inmediato cese del fuego por parte del
comandante de campo germano. Los franceses continuaban su carrera,
indemnes, por la tierra de nadie, hasta que abrieron fuego las pesadas
ametralladoras Maxim, que escupían sus mortales proyectiles de 7,62 que
barrieron a los infantes, dejando grandes vacíos en la línea de
ataque. Pero como decían los generales franceses “el soldado francés sólo
conoce la ofensiva”, y a pesar de las bajas sufridas, continuaban adelante, a
bayoneta calada, dejando a los muertos y heridos tras de si. Los fusileros
alemanes empezaron a disparar entonces, pero nada detenía a los agresores,
que cruzaban dificultosamente las alambradas. Los alemanes calzaron
entonces sus bayonetas y cogieron las palas afiladas. Arrojaron las granadas a
los ya demasiado próximos franceses, recibiendo, a su vez, las enemigas.
Entonces los franceses alcanzaron las trincheras alemanas y comenzó el brutal
y sangriento combate cuerpo a cuerpo, pero los hombres del Kaiser, superados
enormemente en número, fueron muertos o hechos prisioneros.
Un suboficial francés, con un vendaje improvisado sobre un ojo, se acercó
entonces a su superior, que se encontraba de pie junto a un refugio
observando la trinchera cubierta de cadáveres y las pálidas caras de los
soldados, con el terror del ataque aún en sus rostros. El oficial, al sentir que se
acercaba el suboficial se dio vuelta y lo saludó.
-¿Y Mersault?
-Monsieur Captain, avanzamos
muertos y 300 heridos.
El capitán le dio un espaldarazo al suboficial y se mostró satisfecho.
-Parfait, Mersault. Avanzamos más que en todo julio. Felicite a los
hombres.
El horizonte
En una llanura perdida u olvidada, que a nadie en realidad le importaba, una
anciana avanzaba cojeando, lentamente, por un camino arruinado, convertido
tan sólo en una huella de barro.
Nada en aquel páramo se hallaba, sólo algunos cráteres de explosión a ambos
lados del camino y un tanque destruido, que humeaba al borde de él.
La vieja caminaba lentamente con la mirada perdida en el horizonte, cargando
en un miserable bulto atado a su espalda, todo lo que de su vida quedaba, las
pocas pertenencias que aún guardaba. Una vez más, se detuvo en medio del
camino, para mirar hacía atrás, donde habían quedado todos los esfuerzos de
su vida, todos sus sueños, deseos, ambiciones, familia y emociones, todo su
pasado, muerto y enterrado.
Suspiró y continuó su lenta y cansada marcha, a duras penas por la fangosa
huella que constituía ese camino, cuando vio por el rabillo del ojo un
movimiento al interior de uno de los cráteres al borde del camino.
Llena de temor, se volteó en dirección del cráter, que observaba
aprehensivamente, mientras sujetaba temerosa sus miserables pertenencias.
Pero del cráter de artillería, apareció tan sólo un niño pequeño, que salió de su
escondrijo a duras penas tras continuados esfuerzos. Cuando logró salir de él,
el niño se quedó observando a la anciana de manera fija, desde el borde del
cráter. El pequeño estaba desnutrido y vestía tan sólo harapos, y su mirada
era un reflejo de la desesperanza, del fin de los sueños y la inocencia, una
mirada marcada por la guerra y profunda, madura e incongruente para un niño
de su edad.
La anciana buscó entonces con su cansada vista en la llanura alguna señal de
los padres del niño, pero en aquella llanura infinita, en ese páramo sólo se
encontraban ella, el pequeño, el tanque destruido, recuerdo persistente de la
cruenta realidad y el frío y aullante viento que anunciaba un próximo y duro
invierno.
La anciana dio otro suspiro, dio la vuelta y siguió su lento y doloroso camino
hacia el lejano y distante horizonte, avanzando torpemente por el barro,
mientras la mirada del pequeño la seguía persistentemente desde el borde del
cráter.
La anciana se detuvo entonces una vez más, para darse la vuelta y ver por
enésima vez hacía atrás y su pasado, muerto, enterrado y pasado, cuando su
vista nebulosa notó al niño, que seguía erguido junto al cráter de artillería.
La anciana entonces extendió entonces su huesuda, arrugada y vieja mano al
viento, que la rodeó y congeló. Continuó con la mano extendida al viento un
tiempo indefinido en un gesto impreciso, desesperado y desgarrado, hasta que,
casi sin que la anciana lo notara, se aferró a ella una pequeña manito,
embarrada, entumida y herida. Al contacto, ambas manos se aferraron una de
otra, como queriendo aferrarse entre sí para no ser separadas por el viento que
aullaba.
El niño y la anciana prosiguieron entonces el camino, tomados de la
mano, avanzando hacía el triste y plano horizonte, dejando atrás de sí los
cráteres de artillería, el tanque humeante, las heridas de la guerra, la
crueldad y destrucción.
Se perdieron así ambas figuras en el horizonte, sin saber que los esperaba en
él.
Llueve sobre la ciudad
La lluvia caía en las ruinas de calles de la ciudad. De vez en cuando, se
escuchaba como se derrumbaba algún muro con gran estrépito, por
las heridas de guerra sufridas.
Los edificios se erguían tristemente, y sus ventanas sin cristales parecían
amenazadoras cuencas de ojos vacías.
Por las calles, obstruidas por escombros y cortadas por obuses de artillería,
yacían algunos cadáveres. La lluvia incesante, mojaba todo y rellenaba los
cráteres con agua. En una de aquellas antiguas calles, ahora simples
recuerdos de lo que alguna vez fueron, un pequeño grupo se desplazaba
sigilosamente. A primera vista, hubieran parecido solo un grupo de niños o
vagabundos por los míseros harapos que vestían, pero cada uno de ellos
portaba un sendo fusil de asalto.
Se refugiaron un momento en un comercio abandonado y saqueado, mientras
veían con aprehensión los techos y ventanas adyacentes, siempre en
búsqueda de un fulgor, de un cañón de arma, del más breve movimiento que
delatara la presencia de un francotirador o enemigos, siempre al acecho.
Después de una exhaustiva observación, el líder del grupo, un joven – casi un
chiquillo- que llevaba lentes oscuros y una manta camuflada, único equipo que
lo identificaba como un combatiente, ordenó avanzar a los suyos.
Los guerreros, nuevamente avanzaban por las ruinas de la calle, ocultándose y
agazapándose tras cada cosa que les pudiera proporcionar algún refugio en
contra de posibles agresores.
Todos ellos eran jóvenes, demasiado tal vez.
Su país desde hacía años que era desgarrado por una lucha sin sentido, una
guerra fraticida que enfrentaba diversas facciones, etnias y religiones. Ya
muchos habían caído, demasiados, y cada vez los combatientes eran de menor
edad.
Avanzaba el grupo por las calles en silencio, pero desde lo alto de un ruinoso
edificio de ladrillos, alguien los vigilaba: Un soldado veterano, de una nación
extranjera que se había unido a la guerra apoyando una de las numerosas
facciones que luchaba por el poder, que dejaba su taza de café en el alfeizar
y cogía su fusil de precisión Dragunov. Tranquilamente, el veterano colocó a
sus pies una roída manta, se tendió lentamente en el piso, y desde un hoyo en
la pared producido por un obús, apuntó al grupo con su mortífera arma, pero
vio a través de la misma no a fieros soldados, con determinación en
sus rostros. Lo único que veía con su mira eran tan sólo unos niños, con las
caras sucias y demacradas, mirada hambrienta, que jugaban a ser soldados.
Paseó la mira telescópica por sobre todo el grupo, por sobre cada miembro,
pero aquella misma descripción se repetía en cada uno de ellos.
Suspiró, antes de retirar la cara del fusil. Le colocó entonces los protectores a
la mira telescópica, envolvió con un gesto casi paternal su fusil en la manta
sobre la que había estado tendido, se levantó del suelo lentamente y fue por su
café. Le dio entonces un sorbo, después de lo cual hizo una mueca de fastidio.
Por lo menos esta tibio, pensó.
La lluvia continuaba cayendo en la ciudad.
Montecassino
Se arrojó al fondo de la trinchera, aterrizando en el sucio fango de cara.
Rápidamente se tendió de espaldas, amartilló su pistola ametralladora y se
quedó tirado en el fango como muerto, mientras pasaban silbando las balas de
fusil y traqueteaban las ametralladoras. Entonces vio como pasaban sobre el,
saltando por sobre la trinchera cientos de hombres en uniformes caquis y con
cascos aplanados. Una vez que pasó el último, sin fijarse en la trinchera semi
derrumbada y llena de cadáveres. Él se movió lentamente, reptando por entre
los muertos, hasta llegar al fin de la trinchera, donde sacó por instantes la
cabeza, para saber que sucedía. Después de una breve mirada, volvió a
enterrarse en el sucio fango. La batalla avanzaba y el enemigo presionaba
sobre las líneas propias, pero por ahora nadie quedaba en ese lugar, fuera de
un reguero de muertos. Decidió partir cuanto antes, para no hacer en prisionero
de los ingleses y pasar el resto de la guerra de Inglaterra. Antes de partir miró
un momento su harapiento uniforme y recordó como lucía aquel día que
parecía tan lejano, cuando se reclutó como voluntario y fue destinado a los
granaderos Panzer.
No llegaba a creer que esos harapos eran aquel mismo vistoso y reluciente
uniforme. Sonrió un momento amargamente. Tampoco aquella guerra, no,
aventura, era la misma que ahora.
Después de esperar unos instantes más, cesó en sus devaneos y saliendo de
aquella trinchera desolada y arrastrándose por el campo de la muerte a las
líneas amigas e intentar alcanzar la montaña sagrada, la última posición
alemana en aquella batalla, Montecassino.
Nada Personal
Una sombra saltó dentro de su cráter. Sobresaltado, se dio vuelta, viendo a
uno de sus camaradas. Este le dijo algunas palabras de ánimo, le
palmeó la espalda y le dio munición adicional. Con un cigarro en la comisura de
los labios se despidió, para seguir con la entrega de munición. El afirmó su fusil
de asalto con fuerza, nervioso. Desde hacia dos semanas esperaban en ese
infierno congelado de barro y nieve el ataque, que había sido preparado desde
hace días por la artillería enemiga.
Se llevó un cigarro a la boca, sin encenderlo. Los francotiradores ya habían
hecho su trabajo y le habían enseñado a los de su batallón a no fumar a punta
de balazos en la cara. La artillería enemiga disparó otra ráfaga, pero
demasiado corta.
Un sargento se acercó reptando con una ametralladora liguera en sus manos y
ladrando órdenes. La artillería se silenció. El ansiado y temido ataque ya venía.
Mientras cargaba su arma, tomó una bala, y mientras jugaba con ella divagaba.
Finalmente repitió, masticando las palabras, las órdenes: hasta la última bala y
el último hombre.
¡Ya vienen!- gritaron en una trinchera vecina.
¡No disparen hasta mi orden!- ladró el sargento.
1.000 metros…900 metros…800 metros… cientos de sombras avanzaban
inexorablemente a través de la niebla…700 metros…se encomendó a Dios y
amartilló el arma…600 metros…un par de obuses pasaron silbando sobre su
cabeza…500 metros…apuntó a un soldado con una gorra de piel…400
metros…El sargento lanzó un grito y todos dispararon sus armas. Las balas
trazadoras de las ametralladoras le daban a la batalla el aspecto de unos
inocentes Fuegos artificiales. El hombre de la gorra de piel, alcanzado, subió
sus brazos al cielo, en un silencioso ruego, para luego caer para siempre.
Cargador tras cargador, a pesar de sus esfuerzos, las fuerzas enemigas
alcanzaban sus posiciones. Un pequeño bulto cayó en el fondo de su cráter de
artillería, hundiéndose en el barro. Por curiosidad, dejó el arma en el suelo, en
el fragor de la batalla. Hundió su brazo en el barro para sacar el bulto, dándose
cuenta aterrorizado que era una granada. Con todas sus fuerzas la arrojó, pero
apenas salió de su mano explotó, lanzándolo fuertemente al fondo del cráter.
Despertó. No oía nada. Su primer pensamiento fue que había terminado la
batalla, pero vio como sus camaradas disparaban, sin oír nada. Se dio cuenta
que estaba sordo. Trató de incorporarse, sin lograrlo. Después
de juntar todas sus fuerzas logró levantar la cabeza, para ver lo que antes
habían sido sus piernas , su brazo, y que ahora no eran más que muñones
sangrantes y que tenía una esquirla de granada en el hígado. Dejó caer su
cabeza…estaba condenado. Intentó rezar, pero no logró recordar ninguna
plegaria. Intentó recordar los altos valores patrióticos enseñados por la
propaganda, pero nada quedaba de aquello. Finalmente, con sus últimas
fuerzas, llevó su mano al bolsillo de su chaqueta, para extraer una foto que
miró por unos instantes. Recordó su pequeña y soleada casa, con su jardín y
su familia, que nunca más volvería a ver. Una lágrima corrió por su mejilla y
cerró sus ojos por última vez.
La pura nieve, que caía suavemente, sirvió de manto fúnebre para los caídos.
El viento arrancó una foto de las manos de un muerto. Una joven y dos
pequeñas niñas viajaban ahora a casa.
Un trabajo peligroso
Sentía que el calor no sólo le cocinaba la piel, si no que le achicharraba hasta
el alma. Junto a sus compañeros, se intentaba refugiar en la escasa sombra
del tanque para escapar del calor infernal del mediodía, mientras se lamentaba
de no haber seguido el ejemplo de algunos veteranos, que cavaron unos
agujeros en la arena- que ellos, en burla, llamaron sus tumbas- en los que
luego se echaron y se taparon con unas mantas, escapando del calor en el
fresco de la tierra.
Se maldijo una vez más y bebió un sorbo de agua de su cantimplora para
humedecer su reseca garganta y se pasó la lengua por los labios, para evitar
que se agrietaran.
El comandante del tanque, a pesar de la modorra, se levantó lentamente del
suelo y revisó el horizonte con una mirada, dándose cuenta de que al norte se
levantaban unas columnas de humo. Sin estar seguro de lo que había visto, se
metió al calor infernal del vehículo y miró por los telémetros del vehículo, pero
al ver que sus lentes estaban empolvados, se los sacó rápidamente y los limpió
en su sucio overol. Se calzó nuevamente los lentes y miró por el visor:
-¡Joder! ¡Tanques al norte!- Ladró al resto de la tripulación del tanque.
Rápidamente retransmitieron la información al resto de la división de blindados
y tanques que estaban apostados en el desierto, cuyas tripulaciones
rápidamente abordaron sus respectivos vehículos después de empacar todos
sus enceres.
En un trabajo frenético, los carristas intentaban alistar el tanque para el
combate, limpiando los telémetros y armas de la arena del desierto, quitando el
tapabocas del cañón y encendiendo el tanque, que se negaba.
-¡Maldito cabrón!- rugió el conductor, antes de patear el tablero de
mando, ante lo cual el tanque se encendió.
Entonces recibieron las órdenes por la radio de lanzarse al ataque, con lo que
todos los tanques y blindados aceleraron al máximo, en formación de batalla.
Pronto, a cuatro kilómetros de distancia de enemigo, los primeros cañonazos
enemigos cayeron entre los tanques, gracias a su mayor alcance.
-Necesitamos alcanzar los
esa distancia podemos responder el fuego.-
Cuando alcanzaron aquella distancia, ya numerosos tanques habían sido
destruidos, y sus restos humeantes se encontraban desperdigados por el
desierto.
- Coloquen proyectiles HEAT, disparen al vehículo que encabeza la columna enemiga.-
Todos se aprestaron en sus posiciones, mientras el cargador ponía la pesada
munición de 125mm.
- ¡Proyectil cargado!-
El comandante escrutó nuevamente en el visor y vio los números que
aparecían en su pantalla
-
- ¡Todo listo!-
- ¡Pues quemémoslos! ¡ Fuego!-
El tanque se remeció por la fuerza del cañonazo, haciendo saltar a sus
tripulantes unos
olor de pirita y pólvora quemada el comandante escrutó el visor...
- ¡¡¡¡ Menudo montón de mierda!!! ¡¡¡ Fallaste imbécil!!!- Miró a través del
visor
- Carajo... ¡Retrocedan a fondo! ¡Misiles filogiados!-
El conductor metió retroceso, pero el misil guiado por alambres rectificó su
curso: ya estaban condenados. Cuatro de los tripulantes rezaron rápidamente,
queriendo congraciarse con Alá antes de su muerte, mientras el oficial intentó
desesperadamente abandonar el tanque, en vano. Fueron alcanzados por el
misil en el morro del tanque, el cual se encendió en llamas. Los carristas,
mientras su piel y carne se quemaba, intentaban abandonar el vehículo, pero
antes que lograran abrir las tapas la munición almacenada en el interior del
vehículo estalló, haciendo volar por los aires la torreta y el motor del tanque, en
una gigantesca bola de fuego.
-Oh yes...One more down-
-Well done, soldiers-
-¡Lets go to destroy more mohameds! –
-We are the champions, we are the champions…-
-Hey, stupid, silence please –
-Ok-
Los tanques del séptimo de caballería del ejército de Estados Unidos pasaron
al lado de los restos carbonizados del tanque Iraquí, siguiendo su camino
invariablemente a Bagdad.
Labels: cuentos y creaciones literarias
0 Comments:
Post a Comment
Subscribe to Post Comments [Atom]
<< Home