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La anciana avanzaba cojeando, lentamente, por el camino arruinado, convertido solo en una huella de barro.
Algunos cráteres de explosión se encontraban a ambos lados del camino y un tanque destruido humeaba al borde de él.
La vieja caminaba con la mirada perdida en el horizonte, cargando con las pocas pertenencias que le quedaban en un pequeño bulto. Una vez más, miró hacía atrás, donde había quedado todos los esfuerzos de su vida, todo su pasado, muerto y enterrado.
Suspiró y continuó su lenta y cansada marcha, cuando algo se movió dentro de un cráter al borde del camino.
Miró aprehensivamente, mientras sujetaba temerosa sus pertenencias, pero del cráter apareció tan solo un pequeño niño, vestido con harapos, que se paró al borde del cráter y la quedó mirando fijamente. La anciana buscó entonces con la mirada por la llanura, en busca de los padres del niño, pero tan solo se encontraban en ese páramo ella, el pequeño y el aullante viento.
La anciana dio otro suspiro y reemprendió su camino, avanzando torpemente por el barro, mientras el pequeño la miraba desde el borde del cráter.
La anciana se detuvo entonces. Dio vuelta y una vez más miró hacía atrás y su pasado, viendo al niño en el camino. Extendió entonces su huesuda y vieja mano al viento, pero a ella se aferró una pequeña manito, embarrada y herida. El niño y la anciana prosiguieron el camino, tomados de la mano, avanzando hacía el triste y plano horizonte, dejando atrás las heridas de la guerra y destrucción a sus espaldas.